Existe una manera de pensar asaz generalizada que une indisolublemente el anarquista a una metralleta o a una bomba, dando la imagen permanente de un personaje tenebroso dispuesto "a comerse" a medio mundo para satisfacer inconfesables designios.
Esta representación del anarquista, divulgada por los gobernantes y propagada profusamente por los medios de información, aunque desmentida por los hechos, ha logrado adquirir en algunas partes derecho de ciudadanía.
Los grupos que en diversas naciones de Europa, entre ellas España, se dedican actualmente al atentado personal intensivo -en los anarquistas siempre fue selectivo- aunque practican evidentemente el terrorismo, éste no se puede calificar socialmente de lucha armada, por muy atractiva que sea la palabra, pero debemos admitir que los autores pueden considerar que es el mejor camino para llegar a ella.
No es nuestro propósito enjuiciar aquí tales actividades, con características particulares en cada país, ni tampoco especular sobre los "objetivos" del terrorismo en España, puesto que hasta la fecha han sido mal definidos, ni sobre sus repercusiones en la vida social española a corto o largo plazo; lo único que pretendemos es dejar bien sentado que en ningún caso los terroristas se presentan bajo la etiqueta de anarquistas, aunque se les denomine así muchas veces en los despachos de prensa, especialmente en Alemania, Turquía y Grecia, sin duda por lo que de llamativo tiene el vocablo "terrorismo anarquista". Nos limitamos a dejar constancia de un hecho.
Es conveniente, sobre este particular, aclarar algunos conceptos, pues idénticas formas de acción pueden tender a objetivos bien diferentes. No debe olvidarse que tanto el terrorismo como la lucha armada no son de uso exclusivo de una tendencia de derecha o de izquierda.
Los anarquistas, en general -decimos en general porque desde hace algunos decenios también existe el "anarquismo reformista" preconizan esencialmente la destrucción del Estado mediante la insurrección popular, mientras los demás partidos, tanto izquierdistas como derechistas, tienen como primer objetivo -y podríamos decir único-, la conquista del Poder, la transferencia de la autoridad, es decir: quítate tú que quiero ponerme yo.
Algunos sedicentes revolucionarios argumentan que, desde el seno del propio Estado, se puede conseguir, a base de reformas paulatinas, su propio debilitamiento e incluso conseguir un dia su desaparición. Cada loco con su tema.
Lo cierto es que cualquier Estado, como institución de clase, dispone de instrumentos teóricamente defensivos, aunque descomunales -ejército, diversos cuerpos de fuerza pública, magistratura- destinados en realidad, sin que ello sea un secreto para nadie, a una actividad ofensiva permanente contra todo aquello que represente el más mínimo "atentado" a su integridad, a su "seguridad", a su omnipotente porder.
Los anarquistas siempre han dicho que no se pueden hacer revoluciones sin revolucionarios -los partidarios de las revoluciones mediante la acción de pequeñas minorias selectas nunca fueron anarquistas- y esta frase, aunque suene a perogrullada, es conveniente repetirla. Sin embargo, cuando el proceso de "concienzación" de un pueblo (como suele decirse ahora) se encuentra en un proceso de amplio desarrollo, la acción de ciertas minorías puede acelerar el proceso revolucionario. Si estas minorías se equivocan en el grado de "concienziación'', los resultados pueden ser funestos .
Por esta razón, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fundada en 1910, último nombre después de pasar por la Alianza de la Democracia Socialista (1868-69), la Federación Regional Española (1870) y Solidaridad Obrera (1907), de inspiración netamente bakuninista, nunca fue una "sindical" comparable a ninguna otra.
Todos los sindicatos del mundo, y más especialmente los de tendencias "socialistas", constituidos para "defender los derechos de la clase trabajadora", se transformaron rápidamente, a traves de esa "defensa" engañosa, en los más firmes puntales de "una sociedad de clases", en oposición diametral a la "sociedad sin clase" preconizada por los anarquistas.
No es necesario demostrar, a la vista está, que se han convertido en los intermediarios del Poder, con una misión esencial: evitar, en aras de los sacros intereses de la "economía nacional", conflictos sociales capaces de evolucionar, en un momento dado, fuera del marco de los "intereses de clase", resumidos en la defensa del valor adquisitivo del salario y en la conquista de algunos días más de vacaciones para el obrero.
El sindicalismo de hoy día, pues, defiende a "la clase trabajadora", pero es de lógica que, para poder ejercer esa "defensa" es indispensable que exista una "clase explotadora", que no desaparezca.
En la CNT, sin por ello descuidar la defensa diaria del productor, se hablaba siempre más de revolución que de salario. La revolución era una meta a alcanzar; lo antes "posible". Dicho en otras palabras, el sindicato era la universidad donde predominaba la "educación revolucionaria".
Las actividades patrocinadas por la CNT en materia de escuelas racionalistas y de ateneos libertarios, el apoyo a las Juventudes Libertarias (Federación Ibérica de Juventudes Libertarias) tendían siempre a lo mismo: forjar revolucionarios para que un día indeterminado, por supuesto, fuera posible la revolución.
Esa fue la acción más temida -y más reprimida- por los gobernantes. Las "bombitas esporádicas", que algunas veces estallaron por reflejo de autodefensa, sólo sirvieron de pretexto. Fueron las actividades eminentemente pacíficas las que fueron siempre preferentemente perseguidas mediante la violencia desencadanada del Estado y fueron los órganos "defensivos" del Estado los que desencadenaron la lucha armada para destruir de raíz las aspiraciones manumisoras de un pueblo.
El anarquismo, que siempre ha reivindicado el derecho a la libertad de expresión -todavía no ha sentado el precedente de volar una librería con literatura adversa- no es una ideología que pretende -como otras convencer a nadie a "porrazos".
Los amantes de la violencia -que no son ni han sido precisamente los anarquistas- la ejercieron y la ejercen sistemáticamente para impedir la propagación de las ideas por medio de la palabra de la imprenta, recurriendo constantemente, además, a la ayuda inconmensurable que representa una "justicia" de clase y por lo tanto discriminatoria.
Un juez, un militar, un estadista, un servidor de la cruz, tiene el perfecto "derecho" de ejercer represalias individuales, mediante un fárrago de leyes que, teóricamente, son "para todos iguales", y condenar a un ciudadano, o a una colectividad, según se tercie, por "injuria" a la magistratura, al ejército, al jefe del Estado, incluso cuando la injuria no es tal, sino simplemente la expresión de una realidad visible para todos.
El "muerto de hambre" nunca pudo, pues, ni sin duda podrá, recurrir a la "justicia" en calidad de "injuriado".
Este es sólo un aspecto de la "justicia"; no los enumeraremos todos, pero vale la pena señalar que el Estado, si quiere, a través de la "justicia" o sus "auxiliares" puede efectuar todos los actos de provocación que le vengan en gana. En cualquier momento puede colgar un sambenito a quien le convenga y desencadenar impunemente la ofensiva contra los que considere ideológicamente más peligrosos. Como la represión se "justifica" generalmente en contra de una "peligrosidad material" -aunque bajo el franquismo también se consideraba la "peligrosidad mental"- nadie puede escapar al riesgo de ser detenido, por ejemplo, "en posesión de armas y explosivos", basta con depositarlos de antemano o llevarlos consigo en el momento de la detención. Los anarquistas, precisamente, "se beneficiaron" ampliamente de esta "prerrogativa" de los "servidores de la justicia".
Esta situación permanente de violencia contra la libertad contra el derecho de poder propagar las ideas, de poder aplicarlas libremente, contra el trabajador que pretende recibir una justa remuneración por su trabajo, que exige poder alimentar y dar una educación a su familia, nunca pudo reprocharse a los anarquista, pues nunca fueron ni serán "especialistas" en prohibiciones.
Se ha dicho mil veces, nunca en el buen sentido, que la violencia engendra violencia, pero parece que se quiere ignorar una verdad tan indiscutible como la primera: No es violento quien quiere, sino quien "puede", y siempre son los mismos los que pueden.
Qué duda cabe que la aspiración de cualquier gobernante es la de poder gobernar en paz; prueba de ello las decenas de decenas de víctimas de los últimos decenios, que nunca podrán ser comparadas a las 81 víctimas registradas en los primeros once meses incompletos de 1978 en el ámbito de la piel de toro, en su mayoría "miembros de la Guardia Civil y de la Policía Armada", aunque entre ellas también figuran "un general, un teniente coronel del ejército y un oficial de marina, asesinados, al parecer, por una fracción de la ETA (Euskadi Ta Askatasuna), organización independista vasca.
Pero... por un Luis Carrero Blanco, presidente del gobierno, pasado a mejor vida el 20 de diciembre de 1973 ¿cuántos metalúrgicos, albañiles, estudiantes, etc, dejaron su pellejo en medio del asfalto en el curso de manifestaciones reivindicativas y sin armas en la mano?
En los balances sangrientos se omiten siempre las víctimas del "otro bando". Creemos recordar que el 3 de marzo de 1976, en Vitoria (Alava), en unas horas se recogieron cinco muertos y casi un centenar de heridos que no pertenecían a las categorías antes enumeradas. ¿Dónde está la memoria? ¿Puede haber categorías en la sangre vertida?
Y esta violencia estatal es tan indiscutible que el propio Julián Marías, de la Real Academia Española, refiriéndose a un período próximo de 30 años de vida española empapada de sangre decía sin que ello escandalizara a nadie: "Después de la atroz violencia que dominó el espacio de una generación (1931-1946), la siguiente (1946-1971) representó un descanso, una página de las más blancas de la historia "siempre tan enrojecida, tan ennegrecida."
Todas estas consideraciones podrían llevarnos muy lejos y rebasarían el marco de un artículo por consiguiente, sin abandonar la "realidad" de la "actualidad política" española, creo que el anarquismo tiene que elegir inmediatamente tareas preferenciales para concentrar en ellas todo su esfuerzo.
En mi opinión, lo primero es recrear una potente organización sindical, a semejanza de las que hemos brevemente descrito, en la que tengan cabida todos los trabajadores que acepten sus estatutos claramente redactados, única condición sine qua non. Hemos dicho trabajadores.
A continuación debe respetarse una regla bien definida que demostró su eficacia siempre que fue acatada y que dio resultados catastróficos cuando fue trasgredida. Conservar al sindicato un apoliticismo permanente, impidiendo la accesión a los cargos a los afiliados que pertenezcan a partidos políticos. Unas Comisiones Obreras (CC.OO), por ejemplo y para no citar a nadie, con dirigentes comunistas, siempre estarán más al servicio del Partido que de sus propios intereses.
También considero que el sindicato obrero, dado el contexto de la sociedad presente y sin duda del próximo futuro, debe también constituir en su seno los grupos de defensa. Sólo se "respeta" a quien rinde pleitesía o a quien se hace respetar, y, como nosotros excluimos la primera opción... Sin los grupos de defensa confederales y específicos (FAI), la sublevación del 18 de julio de 1936 hubiera sido un simple paseo militar.
Ya hemos visto como, el sábado 18 de noviembre, el dirigente del partido de extrema derecha Fuerza Nueva, Blas Piñar, con motivo de la reunión de la "Euroderecha" congregada en Madrid para celebrar el tercer aniversario de la muerte del general Francisco Franco, no dudaba en declarar: "La situación actual de España y de otros países del mundo justifica un levantamiento nacional desde el punto de vista de la moral cristiana. ¿De qué cristianismo nos habla Piñar?
No puede existir un sindicato clandestino. Preconizamos, pues, un sindicato que vele constantemente por el respeto de la "legalidad", una legalidad idéntica para todos. En la "legalidad" deben poder funcionar los sindicatos, ateneos, editoriales, grupos artísticos, medios de información y de propaganda. Con plena "legalidad" debe poderse exponer ideas, aunque no gusten -o no nos gusten- a todos, sin restricciones para nadie. Sin embargo, no puede considerarse "legalidad" el hecho de que un cartel, que exprese un criterio desacorde con el poder, pueda ser objeto de sanciones, como acaba de ocurrir recientemente en Cádiz, donde un cartelito de la CNT ha sido multado con 500.000 pesetas.
Volviendo al titulo de este artículo: "Anarquismo y lucha armada", considero que es preferible hablar de "Anarquismo y Revolución". Esta última, supongo, en un momento dado tendrá que ser armada, pues dificil será conseguir la adhesión de los que ejercen la "profesión" de explotadores.
En esta óptica, pues, debe trabajarse, pero, repetimos lo que ya hemo dicho, y otros dijeron antes que nosotros: No puede hacerse revolución -como los anarquistas entienden- sin revolucionarios.
El camino de la revolución, por supuesto, está siempre lleno de escollos. Y muchas veces los primeros obstáculos se revelan en el seno de las propias organizaciones revolucionarias. Pero ser consciente de ello no debe impedir proseguir sin desmayo.
Recordaremos lo que decía el anarquista ruso Miguel Bakunin en una carta dirigida a su compatriota Nicolai Ogarev (20 de junio de 1870): "Quienquiera que haya tenido que urdir conjuras en su vida sabe las terribles decepciones que le esperan en esa vía: una eterna desproporción entre la enormidad del objetivo y la escasez de los medios, una carencia de hombres y su ignorancia: cien errores por cada opción adecuada, un espíritu serio con cien frutos secos y otros huecos. Además, el ritmo incesante de los amores propios, ambiciones grandes y pequeñas, pretensiones, equívocos, reticencias, habladurías e intrigas; y todo esto a la vista del poder, gigantesco, sumamente organizado, opresivo y represivo, que se pretende destruir".
A. Téllez
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